por Leandro González de León, para Güarnin
Whiplash (Damien Chazelle, 2014) ofrece una mirada sobre la cultura sacrificial y su declive. Al igual que la bailarina de El Cisne Negro (2010), el protagonista de la historia pone cuerpo y alma para perfeccionar su desempeño artístico.
Andrew, un joven baterista, ingresa a la mejor escuela de música de New York “y por lo tanto, del mundo”, sugiere con arrogancia Fletcher, su sádico profesor. La estricta disciplina y las humillaciones a las que son sometidos los estudiantes podrían situarnos en una de las tantas historias sobre abuso escolar que hemos visto últimamente. Pero el exasperado comportamiento del docente y la docilidad del aprendiz no es una transgresión de las normas, sino su amplificación: ambos persiguen la perfección, la superación de la espontánea incompetencia, pereza y conformismo de los contemporáneos.
“No hay dos palabras tan dañinas en nuestra lengua como ‘buen trabajo’”, dice Fletcher, “pero es lo que el mundo quiere ahora. Y se preguntan por qué el jazz está muriendo”. Muriendo como las otras artes -podríamos agregar-, o como la posibilidad de la revolución de cualquier orden.
Whiplash parece decirnos que la mayor aspiración de nuestro tiempo no es ser genios ni ser héroes, sino ser felices. Uno a uno, aspiramos a una módica felicidad que evita el riesgo y el dolor, que renuncia a la posteridad y a la transcendencia.